Hoy en el blog os hablaré de este trabajo, una pieza que para mí tiene un significado muy especial. Forma parte de un momento creativo en el que sentí la necesidad de bajar el ritmo, de escuchar más que de intervenir. Hay procesos que no empiezan con una idea clara, sino con una sensación difusa que pide ser atendida. Puede ser una textura que aparece en una imagen, un fragmento de rama recogido en un paseo, un recuerdo que se ha quedado suspendido en la memoria. De esos impulsos sutiles, casi imperceptibles, nace a menudo una obra.
En este caso, todo empezó con la sensación de un cambio. No un cambio brusco, sino lento, como el que llega con el otoño: cuando la luz se vuelve más baja y las cosas parecen respirar de otra manera. Me interesó capturar esa transición, ese estado intermedio donde nada es del todo lo que era, pero tampoco del todo nuevo. Me atrae el momento en que la naturaleza se desprende del exceso y queda reducida a lo esencial —hojas que caen, colores que se apagan, el aire que se enfría—. Es un tiempo de interioridad, de volver adentro, de escuchar aquello que habitualmente queda en silencio.
Esta es la semilla que dio lugar a Todo lo que regresa dentro. El proceso de creación fue lento, hecho de capas, de pruebas y de intuiciones. Me interesa el punto de encuentro entre el gesto espontáneo y la construcción consciente; el momento en que una mancha se convierte en una forma con significado. A menudo, mientras trabajo, no pienso en representar nada concreto, sino en encontrar un equilibrio entre presencia y ausencia, entre lo que aparece y lo que se insinúa.
En esta obra, los tonos burdeos y azules profundos se entrelazan con veladuras de ocre suave y zonas de blanco translúcido. Son colores que, juntos, crean una atmósfera calmada pero con vida interior, como si respiraran lentamente. El burdeos me lleva siempre a la tierra, a lo que echa raíces. El azul, en cambio, abre un espacio más etéreo, de pensamiento y respiración. El ocre pone la luz cálida que conecta con la piel, y el blanco es la pausa, el espacio que permite que todo respire.
En el proceso, hay una parte que decido y otra que dejo que suceda. A menudo una forma accidental se vuelve clave: una línea que recuerda a una rama, una mancha que parece la huella de algo que ya no está. Este diálogo constante entre el azar y la intención es lo que mantiene viva la pieza mientras se construye. Por eso me gusta pensar que no hay una sola lectura posible: cada persona puede encontrar en ella su propia historia, su propia correspondencia emocional.
Todo lo que regresa dentro habla, para mí, de ese retorno a un espacio interior. No de un encierro, sino de un lugar de calma y profundidad. Es una invitación a mirar sin prisa, a dejar que la mirada repose. En un mundo que a menudo nos empuja a la acción y al ruido, crear (y contemplar) se convierte en un acto de resistencia. Mientras componía esta pieza, comprendí que la calma no es ausencia de movimiento, sino un ritmo propio, más lento y más cercano al que encontramos en la naturaleza cuando se acerca el otoño.
Me gusta pensar que, al observar la obra, también se puede sentir esa respiración suave, ese espacio donde las formas, los colores y el tiempo parecen suspenderse por un instante. Cada mancha, cada línea, cada rastro es una forma de decir sin palabras lo que cuesta explicar con ellas: el deseo de volver al centro, de habitar lo esencial.
Te invito a explorar con más detalle este trabajo, a dejar que el color y la textura te hablen a su manera. Quizás encuentres en él un fragmento de tu propio silencio, una forma de calma que también regresa a tu interior.
