Cada inicio contiene una promesa y, a la vez, un misterio. Cuando nos sentamos ante un papel en blanco, preparamos los materiales o simplemente dejamos que la mirada se abra a una nueva idea, sentimos que se activa un ritmo que va más allá de nosotros. Es el compás antiguo de la creación, que no entiende de prisas ni de resultados inmediatos, sino de ciclos.
El proceso creativo se despliega como las estaciones: hay un tiempo para sembrar intuiciones, un tiempo de gestación silenciosa y un tiempo de floración. Reconocer estos ritmos nos ayuda a confiar en el camino y a no forzar aquello que aún no está lo suficientemente maduro para nacer. Como en la naturaleza, las obras necesitan su tiempo de oscuridad y arraigo antes de mostrarse.
El inicio de una etapa creativa no siempre es estridente. Puede ser un gesto pequeño, una línea trazada sin pretensiones, una imagen que nos visita de manera inesperada. Lo importante es abrir el espacio interior donde estas primeras chispas puedan arraigar. A veces, el ciclo nos pide movimiento y acción; otras, silencio y espera. Aprender a escuchar estos tempos es parte esencial del oficio de crear.
Empezar es siempre aceptar la vulnerabilidad: no saber exactamente hacia dónde nos llevará el trazo, la palabra o el color. Pero es justo en ese desconocimiento donde se esconde la verdadera fuerza creadora. Cada nuevo inicio es una oportunidad para renovarnos, para volver a conectar con el origen de la curiosidad y de la intuición.
Así, el proceso creativo se convierte en una danza con los ciclos: un constante empezar y recomenzar que nos recuerda que la creación, como la vida, nunca es lineal, sino un flujo que se mueve y respira con nosotros.