Hay una forma de mirar que no juzga ni clasifica. Que no busca controlar, sino comprender. Es la curiosidad. Una actitud viva, suave, que nos acerca a las cosas con el deseo de profundizar, no para dominarlas, sino para estar más cerca de ellas.
La curiosidad no es solo hacerse preguntas. Es una forma de habitar el mundo. De mantenerse permeable, atento, abierto a lo que aún no sabemos. Y en el proceso creativo, esto es fundamental. Sin curiosidad, nos cerramos. Nos repetimos. Nos convertimos en técnicos de nosotros mismos. Pero cuando hay curiosidad, el camino se mantiene vivo.
Crear desde la curiosidad significa hacer preguntas sin exigir respuestas inmediatas. Es mirar una textura y dejarse sorprender. Es escuchar un error y preguntarse qué nos dice. Es aceptar que no todo tiene que tener un sentido claro para tener valor. La curiosidad no impone. Observa. Escucha. Y así abre ventanas que no sabíamos que existían.
Esta actitud nos ayuda a salir de nuestro propio centro. Nos invita a mirar lo que nos rodea como si fuera nuevo, incluso lo que ya conocemos. Por eso tiene una dimensión muy cercana a la contemplación: no busca utilidad, sino relación. Conexión. Una manera de decir “estoy aquí y quiero comprender mejor lo que tengo delante”.
La curiosidad nos sostiene en momentos de incertidumbre. Cuando el camino se vuelve difuso, cuando no sabemos cómo seguir, en lugar de bloquearnos, podemos preguntarnos: “¿y si pruebo otra cosa?”, “¿qué pasa si lo dejo reposar?”, “¿qué hay detrás de este impulso?”. En lugar de forzar, abrimos. En lugar de cerrarnos, exploramos.
No es una actitud impaciente. Al contrario: tiene un ritmo suave, como el de un niño que descubre el mundo sin prisa. Como el de un artista que, antes de querer expresar, quiere escuchar. Y eso da profundidad al gesto, al trazo, a la decisión.
Creo que quien quizá mejor ha sabido expresar esta curiosidad silenciosa y profunda es Giorgio Morandi*. Con su vida sencilla y su obra obsesivamente centrada en unas pocas formas, en un solo espacio, es un ejemplo puro de esta actitud. Día tras día, miraba los mismos objetos con una atención renovada. No buscaba espectacularidad ni nuevos temas: buscaba comprender un poco más la relación entre las cosas, entre lo que veía y lo que sentía. Su curiosidad era obstinada pero discreta. No pretendía explicar nada. Solo mirar. Y mirar. Y mirar un poco más. Tal vez, en realidad, todo lo que hacía era hacerse la misma pregunta una y otra vez, desde distintos lugares: ¿qué hay aquí que todavía no he visto?
La curiosidad no solo nos lleva hacia afuera. También nos invita a mirar hacia dentro: ¿qué me está pasando ahora?, ¿por qué este color?, ¿por qué este silencio?, ¿y si lo dejo estar un rato? Es una forma de intimidad con el proceso, de diálogo constante con lo que emerge.
Cultivar la curiosidad es, en definitiva, confiar en que el mundo —y nuestro gesto— aún tienen cosas que decir. Y querer escucharlas. No para tener todas las respuestas, sino para seguir abriendo ventanas.
[*] Puedes explorar una de sus naturalezas muertas aquí: https://artsandculture.google.