Una idea me acompaña a menudo: la del jardín como un espacio vivo, cambiante, imperfecto. El paisajista Gilles Clément habla del “jardín en movimiento”, una manera de entender la naturaleza no como decorado fijo, sino como un proceso abierto, donde el jardinero no impone, sino que escucha, observa y colabora con aquello que crece espontáneamente.
Esta mirada transforma. Y no solo la tierra.
Hacer arte, para mí, también es esto: cuidar un espacio interno donde las ideas y las emociones se mueven libremente, donde el control cede a la observación, donde la belleza nace de la relación con el entorno. Como en un jardín, la creatividad pide tiempo, atención y respeto por la vida que brota, aunque no sea como la habíamos imaginado.
Quizás la calidad humana empieza justo aquí: en esta capacidad de dar espacio a lo que es vivo, a los cambios, a la incertidumbre. De querer sin poseer. De crear sin dominar.
