Hay tanta poesía en lo que a menudo ignoramos.
La luz que entra por la ventana por la mañana dibuja formas que desaparecen en un instante.
El temblor de una hoja que cae, el murmullo lejano de la ciudad… todo parece insignificante hasta que nos detenemos a mirar.
Lo cotidiano es un territorio poético, aunque no siempre lo percibamos.
Los gestos más mínimos, las sombras proyectadas en la pared, el silencio que acompaña un movimiento, guardan historias que sólo se revelan cuando nos detenemos.
Mirar con ojos nuevos es aprender a ver sin prisa.
No hace falta buscar grandes momentos; la belleza suele esconderse en la sutileza de lo cotidiano. Cuando aprendemos a percibirla, incluso lo banal se abre como un tesoro, como un universo desplegado ante nosotros.
Cada instante contiene infinitas posibilidades.
Cada detalle, por pequeño que parezca, puede cautivarnos si lo dejamos hablar.
La poesía del día a día nos recuerda que la vida no habita sólo en lo extraordinario, sino en la mirada que se detiene, en la capacidad de encontrar profundidad y sentido en los pequeños fragmentos que a menudo pasan desapercibidos.